Francisco Imbernón. (El País). 18 DIC 2011
Siempre ha existido el acoso de niños y adolescentes fuera y dentro de las
escuelas. No se llamaba bullying (rechazo esa tendencia absurda a denominar
todo acto social en lengua inglesa), sino acoso, pelea, agresión,
confrontación, abuso, etcétera. Todos recordamos alguno o varios casos en
nuestro recorrido educativo, pero no se hablaba ni se escribía sobre ello y lo
que es peor no era tanta la agresividad que se abocaba. ¿Qué ha cambiado para
que hayan, muchas denuncias y una conmoción social y mediática sobre el tema?
La conflictividad escolar es una de esas noticias que alerta a la opinión pública que, al ser una cuestión identificable en uno mismo, vive pendiente de las opiniones de expertos y comentaristas, y también de familiares e implicados. Y no siempre es posible coincidir con sus apreciaciones ya que, aunque toda visión de la realidad es parcial, ciertas opiniones se centran en la búsqueda de un culpable o culpables más que en analizar la complejidad de un hecho tan dramático. Como si denunciando esa culpabilidad en los medios de comunicación hubieran cumplido con su misión informativa; y que se ocupen otros después de poner remedio.
Los argumentos de la mayoría de analistas se decantaban hacia dos principales motivos: el profesorado no cumple con sus obligaciones, y entre los adolescentes están aumentando los trastornos del comportamiento o de la conducta hasta alcanzar niveles patológicos.
Son dos argumentos directos y simplistas para los que, consecuentemente, tienen solución quienes los exponen. Una solución pasa por la formación del profesorado ya que al parecer el profesorado no está preparado para afrontar las nuevas realidades en las que se mueve la adolescencia; la otra solución es introducir un nuevo tipo de profesional en los institutos o que los adolescentes pasen revisiones sanitarias (físicas y mentales) más constantes. Con un buen diagnóstico y una buena terapia –defienden esos análisis- evitaremos otras agresiones. No niego que esas actuaciones puedan paliar algo, que sean eficaces en situaciones episódicas, pero no son la solución a la desavenencia radical entre lo que sucede en los institutos y la experiencia vital de los adolescentes en sus relaciones entre sí, con sus familias y con su entorno social.
No he oído voces, o son muy discretas, que hayan insistido en un aspecto fundamental como es el análisis del contexto donde se desenvuelven esos adolescentes. Entendamos aquí como contexto las relaciones familiares, las relaciones entre colegas, la influencia de los valores televisivos, las nuevas formas de comunicar, los códigos de conducta implícitos en los videojuegos, la cultura de cibercafé o del botellón, etcétera, y tantos otros factores que influyen en la socialización de los adolescentes mucho más que el sistema educativo. Hace tiempo que reclamamos la necesidad de contar con el entorno, con todos los agentes sociales que intervienen en él, o poco puede hacer un profesorado que intenta suplir con su esfuerzo la dejación de responsabilidad de otras instituciones.
Sería interesante tener acceso a los análisis de la personalidad y de la conducta de los causantes directos de las agresiones, saber cómo están de amor, de cariño, de afectividad, de emociones, de actitudes respecto a los demás (y incluyo aquí a sus progenitores); en el otro lado de la balanza pondríamos su nivel de agresividad, de individualidad a ultranza, de competitividad inútil, de incomunicación... En fin, sería interesante disponer de una valoración de los patrones culturales que han integrado (que les hemos inoculado).
Ayudemos a los adolescentes y ayudemos al profesorado, establezcamos complicidad social con la educación; que de verdad sea una prioridad política. O nos ponemos de acuerdo o veremos aumentar las agresiones y la noticia dejará de ser un caso aislado y anecdótico.
La conflictividad escolar es una de esas noticias que alerta a la opinión pública que, al ser una cuestión identificable en uno mismo, vive pendiente de las opiniones de expertos y comentaristas, y también de familiares e implicados. Y no siempre es posible coincidir con sus apreciaciones ya que, aunque toda visión de la realidad es parcial, ciertas opiniones se centran en la búsqueda de un culpable o culpables más que en analizar la complejidad de un hecho tan dramático. Como si denunciando esa culpabilidad en los medios de comunicación hubieran cumplido con su misión informativa; y que se ocupen otros después de poner remedio.
Los argumentos de la mayoría de analistas se decantaban hacia dos principales motivos: el profesorado no cumple con sus obligaciones, y entre los adolescentes están aumentando los trastornos del comportamiento o de la conducta hasta alcanzar niveles patológicos.
Son dos argumentos directos y simplistas para los que, consecuentemente, tienen solución quienes los exponen. Una solución pasa por la formación del profesorado ya que al parecer el profesorado no está preparado para afrontar las nuevas realidades en las que se mueve la adolescencia; la otra solución es introducir un nuevo tipo de profesional en los institutos o que los adolescentes pasen revisiones sanitarias (físicas y mentales) más constantes. Con un buen diagnóstico y una buena terapia –defienden esos análisis- evitaremos otras agresiones. No niego que esas actuaciones puedan paliar algo, que sean eficaces en situaciones episódicas, pero no son la solución a la desavenencia radical entre lo que sucede en los institutos y la experiencia vital de los adolescentes en sus relaciones entre sí, con sus familias y con su entorno social.
No he oído voces, o son muy discretas, que hayan insistido en un aspecto fundamental como es el análisis del contexto donde se desenvuelven esos adolescentes. Entendamos aquí como contexto las relaciones familiares, las relaciones entre colegas, la influencia de los valores televisivos, las nuevas formas de comunicar, los códigos de conducta implícitos en los videojuegos, la cultura de cibercafé o del botellón, etcétera, y tantos otros factores que influyen en la socialización de los adolescentes mucho más que el sistema educativo. Hace tiempo que reclamamos la necesidad de contar con el entorno, con todos los agentes sociales que intervienen en él, o poco puede hacer un profesorado que intenta suplir con su esfuerzo la dejación de responsabilidad de otras instituciones.
Sería interesante tener acceso a los análisis de la personalidad y de la conducta de los causantes directos de las agresiones, saber cómo están de amor, de cariño, de afectividad, de emociones, de actitudes respecto a los demás (y incluyo aquí a sus progenitores); en el otro lado de la balanza pondríamos su nivel de agresividad, de individualidad a ultranza, de competitividad inútil, de incomunicación... En fin, sería interesante disponer de una valoración de los patrones culturales que han integrado (que les hemos inoculado).
Ayudemos a los adolescentes y ayudemos al profesorado, establezcamos complicidad social con la educación; que de verdad sea una prioridad política. O nos ponemos de acuerdo o veremos aumentar las agresiones y la noticia dejará de ser un caso aislado y anecdótico.
Francisco Imbernón es catedrático de Pedagogía de la Universidad de Barcelona y
director del Observatorio Internacional de la Profesión Docente
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