Razones para cambiar la política educativa
F. Javier Merchán Iglesias. Catedrático de Educación Secundaria y profesor de la Univ. de Sevilla
LA formación de un nuevo Gobierno en Andalucía constituye una ocasión
para cambiar algunos aspectos de la política educativa que se ha venido
siguiendo en los últimos años. Desde 2001 hasta nuestros días, uno de
sus pilares fundamentales ha consistido en centrarse en la consecución
de resultados mediante el despliegue de estrategias de gestión
empresarial en el conjunto del sistema educativo y, especialmente, en el
funcionamiento de los centros escolares y de la actividad de los
docentes. Esas estrategias han seguido la estela que desde los años
ochenta trazaron los partidos conservadores y que fueron introducidas en
España en 1996 por la entonces ministra de Educación, Esperanza
Aguirre.
Se apoyan en la idea de que el problema de la mejora de la educación es básicamente un problema de gestión, y no un problema curricular, social o cultural. En consecuencia, se introducen en el sistema escolar fórmulas propias del mundo de la empresa, como es la dinámica de la consecución de objetivos (de producción, de venta… o de rendimientos) o los incentivos por resultados, dotando al mismo tiempo a los centros de una organización gerencialista y fuertemente jerarquizada, en la que los profesores son relegados al papel de terminales ciegas obligadas a cumplir los objetivos. Varios años después de su puesta en marcha, existen razones que aconsejan cambiar este aspecto de la política educativa.
En primer lugar, debe tenerse en cuenta que los centros escolares no son empresas y que los modelos de gestión que pueden funcionar en unas organizaciones, no necesariamente funcionan en otras. La enseñanza y el aprendizaje son procesos de naturaleza muy distinta a los de la producción industrial y difícilmente pueden ser reductibles al esquema de inputs y outputs.
En segundo lugar, la introducción de la cultura empresarial en la escuela ha provocado que las relaciones entre la administración educativa (incluyendo a inspectores y directores), los padres y los profesores, se hayan ido impregnando de una apreciable desconfianza mutua, precisamente en una tarea que requiere justamente lo contrario. La consecución de resultados se ha convertido, no ya en un objetivo, sino en una obligación con la que se presiona a los profesores. Esta presión que, además, desvirtúa los resultados, ha generados entre los docentes la sensación de que más que contar con ellos, se sospecha de ellos.
También el balance de los resultados aconseja un cambio de política. Efectivamente, como ocurre en otros países, once años después de la puesta en marcha de las dinámicas denominadas de gestión de calidad no se aprecian mejoras significativas en los rendimientos escolares. La sorprendentemente escueta evaluación que se ha hecho del emblemático Plan de Calidad revela que, a pesar del gasto que ha supuesto, de la tensión generada y de ciertas triquiñuelas estadísticas, los resultados no mejoran en la medida de las expectativas que infundieron sus defensores.
Súmese a lo anterior el hecho de que en los tiempos que corren es necesario cuestionar la existencia de determinados planes, programas y agencias que, a la vista de los resultados, resultan perfectamente prescindibles. Es el caso, por ejemplo, de las reiteradas e innumerables pruebas a las que son sometidos los alumnos para terminar descubriendo el Mediterráneo y averiguando lo que ya sabemos.
La mejora de los rendimientos escolares no es tarea fácil, pues este es un asunto en el que intervienen muchos factores ajenos al propio sistema educativo y que son difícilmente controlables. Aunque es mucho lo que se puede hacer, aquí no se pueden esperar, ni pedir, milagros. Pero, a la vista de los pobres resultados que arrojan las estrategias seguidas en los últimos años, es necesario actuar en otra dirección. La mejora de la comprensión lectora, de la expresión oral y escrita y de las operaciones matemáticas constituye una referencia clave. Es cierto que la Consejería de Educación ha hecho esfuerzos en este sentido; en ese camino hay que profundizar, generando contextos curriculares y sociales favorables. Para ello, más que recurrir a una dinámica de presión compulsiva, es necesario suscitar la complicidad del profesorado, confiando en que, al fin y al cabo, su satisfacción profesional se logra precisamente cuando sus alumnos aprenden más y mejor.
Si el nuevo Ejecutivo andaluz se proclama como un gobierno de progreso, no estaría de más que cambiara aquellos aspectos de la política educativa que se han sustentado en planteamientos claramente conservadores y que, no sólo no dan los frutos que prometen sino que, además, producen daños colaterales. Se ha sugerido la elaboración de un nuevo Plan de Calidad. Es de esperar que no se trate de cambiar algo para que todo siga igual.
Se apoyan en la idea de que el problema de la mejora de la educación es básicamente un problema de gestión, y no un problema curricular, social o cultural. En consecuencia, se introducen en el sistema escolar fórmulas propias del mundo de la empresa, como es la dinámica de la consecución de objetivos (de producción, de venta… o de rendimientos) o los incentivos por resultados, dotando al mismo tiempo a los centros de una organización gerencialista y fuertemente jerarquizada, en la que los profesores son relegados al papel de terminales ciegas obligadas a cumplir los objetivos. Varios años después de su puesta en marcha, existen razones que aconsejan cambiar este aspecto de la política educativa.
En primer lugar, debe tenerse en cuenta que los centros escolares no son empresas y que los modelos de gestión que pueden funcionar en unas organizaciones, no necesariamente funcionan en otras. La enseñanza y el aprendizaje son procesos de naturaleza muy distinta a los de la producción industrial y difícilmente pueden ser reductibles al esquema de inputs y outputs.
En segundo lugar, la introducción de la cultura empresarial en la escuela ha provocado que las relaciones entre la administración educativa (incluyendo a inspectores y directores), los padres y los profesores, se hayan ido impregnando de una apreciable desconfianza mutua, precisamente en una tarea que requiere justamente lo contrario. La consecución de resultados se ha convertido, no ya en un objetivo, sino en una obligación con la que se presiona a los profesores. Esta presión que, además, desvirtúa los resultados, ha generados entre los docentes la sensación de que más que contar con ellos, se sospecha de ellos.
También el balance de los resultados aconseja un cambio de política. Efectivamente, como ocurre en otros países, once años después de la puesta en marcha de las dinámicas denominadas de gestión de calidad no se aprecian mejoras significativas en los rendimientos escolares. La sorprendentemente escueta evaluación que se ha hecho del emblemático Plan de Calidad revela que, a pesar del gasto que ha supuesto, de la tensión generada y de ciertas triquiñuelas estadísticas, los resultados no mejoran en la medida de las expectativas que infundieron sus defensores.
Súmese a lo anterior el hecho de que en los tiempos que corren es necesario cuestionar la existencia de determinados planes, programas y agencias que, a la vista de los resultados, resultan perfectamente prescindibles. Es el caso, por ejemplo, de las reiteradas e innumerables pruebas a las que son sometidos los alumnos para terminar descubriendo el Mediterráneo y averiguando lo que ya sabemos.
La mejora de los rendimientos escolares no es tarea fácil, pues este es un asunto en el que intervienen muchos factores ajenos al propio sistema educativo y que son difícilmente controlables. Aunque es mucho lo que se puede hacer, aquí no se pueden esperar, ni pedir, milagros. Pero, a la vista de los pobres resultados que arrojan las estrategias seguidas en los últimos años, es necesario actuar en otra dirección. La mejora de la comprensión lectora, de la expresión oral y escrita y de las operaciones matemáticas constituye una referencia clave. Es cierto que la Consejería de Educación ha hecho esfuerzos en este sentido; en ese camino hay que profundizar, generando contextos curriculares y sociales favorables. Para ello, más que recurrir a una dinámica de presión compulsiva, es necesario suscitar la complicidad del profesorado, confiando en que, al fin y al cabo, su satisfacción profesional se logra precisamente cuando sus alumnos aprenden más y mejor.
Si el nuevo Ejecutivo andaluz se proclama como un gobierno de progreso, no estaría de más que cambiara aquellos aspectos de la política educativa que se han sustentado en planteamientos claramente conservadores y que, no sólo no dan los frutos que prometen sino que, además, producen daños colaterales. Se ha sugerido la elaboración de un nuevo Plan de Calidad. Es de esperar que no se trate de cambiar algo para que todo siga igual.
Fuente:
Diario de Sevilla. 14-5.2.012
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