“El buen maestro” Ángel Gabilondo
EL PERMANENTE APRENDER.
Fue Deleuze quien nos recordó que el verdadero maestro no es el que dice “hazlo como yo”, sino quien propone “hazlo conmigo”. En última instancia, lo que nos desafía es ser llamados, ser convocados, ser elegidos. Que alguien nos dedique un tiempo de su vida irrepetible, que considere que es interesante que crezcamos, que mejoremos, solo puede inscribirse, sea cual fuera el estado de ánimo o su disposición social, en una suerte de afecto, que puede llegar a ser afectuoso amor. El propio Deleuze insiste en que un buen curso se parece más a un concierto que a un sermón. Hemos de acompañarnos. Es cuestión de acorde, de resonancia. Acordar con alguien es el mejor modo de propiciar un llegar a acordarse de él. Así, al propiciar una auténtica memoria ya estamos disfrutando de aquello que más merece la pena de aprenderse: aprender a decir gracias, a ser agradecido, a sentirse agraciado. Solo desde esa experiencia se produce la íntima relación que traen las palabras alemanas agradecer(danken) y pensar(denken).
Pensar de verdad implica siempre un acto de memoria y de agradecimiento. Uno no llega a pensar extrayendo de sí, desde sí, su propio saber. La palabra nos viene del otro. Por eso, lo más difícil es aprender a pensar. “Caminamos juntos por esta vía y no dirigimos exhortaciones a nadie. Aprender significa ajustar nuestro obrar y no obrar a lo que en cada caso se nos atribuye como esencial. Pero el enseñar es más difícil que aprender porque enseñar significa dejar aprender. Más aún, el verdadero maestro no deja de aprender nada más que el aprender. Por eso, también en su obrar produce a menudo la impresión de que propiamente no se aprender nada de él, si por “aprender” solo se entiende la obtención de conocimientos útiles (…). De ahí que siga siendo algo sublime llegar a ser maestro, cosa enteramente distinta de ser un docente afamado”.
Hemos reiterado que solo se aprende por contagio, por contacto. El verdadero maestro no se entromete, impidiendo ese encuentro. Ni considera que es él o ella lo interesante, lo que ha de ser atendido. Hay en toda labor de magisterio este primer desprendimiento, una accesis inicial, un gesto en el que lo fundamental es la palabra, la idea, el concepto, la cosa misma, en definitiva el logos, y no aquél a cuyo través se dice y se hace. Esta generosidad inicial ha de acompañar toda la tarea del maestro con su pathos y su ethos. Esta es su primordial donación, la de no querer imponerse, ni creer que se es poseedor de lo que habrá de decirse. Cuando Heráclito aconseja escucharle no a él sino al logos, en definitiva está instando a esta sencillez y humildad de la escucha. El maestro antes de reclamar ser escuchado, ha de aprender a ser oyente de ese decir que nos adviene en ocasiones del silencio lleno de interés de quien mira expectante, necesitado. Aquello que hace hablar al maestro ha de ser lo mismo que le hace escuchar al alumno. Sin esta sintonía no habrá palabra. Por eso, muchas de nuestras enfermedades de palabra, de nuestra falta de palabra son, en última instancia, una enfermedad de oído. El buen maestro oye lo nunca dicho, escucha como nadie, incluso lo que está a punto de decirse, incluso lo que quizá nunca nadie diga.
En esto comparte con el alumno el ser permanentemente estudiante, porque no cree que ya lo sabe todo y mejor que los demás y está dispuesto a dejarse decir algo. En ello se soporta la condición decisiva del maestro, la que le hace contagioso, la curiosidad. No ya la de ver si esto es de ésta u otra manera, sino la de comprobar si se es capaz de pensar algo distinto, llegar a ser otro que quien se es. Por eso el magisterio es una verdadera travesía personal, un itinerario, una metanoia, una paideia propia, en la que se va siendo maestro, sin llegar a serlo nunca del todo. Solo la mirada de los demás podría otorgar esa condición.
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