La necesidad de educar
Luis García Montero
(poeta,escritor y profesor universitario)
Conviene insistir. Las declaraciones sobre la importancia de la educación son frecuentes,
hipócritas y desalentadoras. Las palabras se desgastan igual que los utensilios.
Pronunciarlas en vano significa dejarlas sin fuerza, sin coraje, sin filos. Muchas veces se
defiende la educación en el teatro de los grandes valores, pero después no se toman las
decisiones necesarias para convertir la tarea de educar en una apuesta real. La desilusión inyecta en las sílabas de la palabra educar un sentimiento de sueño imposible, de ambición trasnochada, de quimera. Y, sin embargo, merece la pena insistir.
hipócritas y desalentadoras. Las palabras se desgastan igual que los utensilios.
Pronunciarlas en vano significa dejarlas sin fuerza, sin coraje, sin filos. Muchas veces se
defiende la educación en el teatro de los grandes valores, pero después no se toman las
decisiones necesarias para convertir la tarea de educar en una apuesta real. La desilusión inyecta en las sílabas de la palabra educar un sentimiento de sueño imposible, de ambición trasnochada, de quimera. Y, sin embargo, merece la pena insistir.
El contrato social fue la gran metáfora que utilizó el pensamiento moderno para
justificar y legitimar el origen de la convivencia humana. Las sociedades sagradas
creían que el poder era descendente, un préstamo de la divinidad, y que las sociedades
nacían como obra de Dios. Cuando los seres humanos quisieron ser dueños de sus
propios destinos, necesitaron también hacerse responsables de sus orígenes. Por eso
inventaron la metáfora del contrato social, la idea de que las sociedades nacían de un
acuerdo humano, de la negociación, de la firma de un pacto de convivencia. El Estado
fue así una obra de arte, un artificio, algo que podía elaborarse según el interés de los
ciudadanos. La sociedad que para participar en la elaboración del futuro se
responsabilizaba de sus orígenes encarnó un viaje de ida y vuelta semejante al sentido
moderno de la educación.
La idea del contrato social hizo imprescindible la apuesta por el contrato pedagógico.
Un contrato necesita firmantes responsables, ciudadanos capaces de convivir, de ajustar
su ilusión particular con el bien común, su identidad con los valores generales que nos
hacen a todos iguales ante la ley. El contrato pedagógico nació para cambiar la palabra
egoísmo por la palabra interés. Las pasiones privadas debían encauzarse hacia un
territorio en el que fuese posible equilibrar la apetencia individual con las razones
públicas. Al quitar el peso peyorativo de la palabra egoísmo, la palabra interés pretendía esa operación. Posibilitaba así la legitimidad de la figura del ciudadano, alguien que asume un conjunto de derechos y responsabilidades que aseguran la firma del contrato social.
Ya sé que la historia del pensamiento contemporáneo más lúcido se ha caracterizado por
denunciar las trampas de la palabra interés, como si sólo fuese un disfraz del puro
egoísmo. Pero sus errores y sus precariedades no justifican la bondad de otras
alternativas hostiles, ni permiten negar la legitimidad de los objetivos. Hace años que ha llegado el momento de pensar en el lado noble de la Ilustración, en el valor positivo de una apuesta por crear ciudadanos dotados de libertad y capaces de ser dueños de su
propio destino. El contrato pedagógico, la educación, sigue siendo la piedra de toque de
este proyecto.
justificar y legitimar el origen de la convivencia humana. Las sociedades sagradas
creían que el poder era descendente, un préstamo de la divinidad, y que las sociedades
nacían como obra de Dios. Cuando los seres humanos quisieron ser dueños de sus
propios destinos, necesitaron también hacerse responsables de sus orígenes. Por eso
inventaron la metáfora del contrato social, la idea de que las sociedades nacían de un
acuerdo humano, de la negociación, de la firma de un pacto de convivencia. El Estado
fue así una obra de arte, un artificio, algo que podía elaborarse según el interés de los
ciudadanos. La sociedad que para participar en la elaboración del futuro se
responsabilizaba de sus orígenes encarnó un viaje de ida y vuelta semejante al sentido
moderno de la educación.
La idea del contrato social hizo imprescindible la apuesta por el contrato pedagógico.
Un contrato necesita firmantes responsables, ciudadanos capaces de convivir, de ajustar
su ilusión particular con el bien común, su identidad con los valores generales que nos
hacen a todos iguales ante la ley. El contrato pedagógico nació para cambiar la palabra
egoísmo por la palabra interés. Las pasiones privadas debían encauzarse hacia un
territorio en el que fuese posible equilibrar la apetencia individual con las razones
públicas. Al quitar el peso peyorativo de la palabra egoísmo, la palabra interés pretendía esa operación. Posibilitaba así la legitimidad de la figura del ciudadano, alguien que asume un conjunto de derechos y responsabilidades que aseguran la firma del contrato social.
Ya sé que la historia del pensamiento contemporáneo más lúcido se ha caracterizado por
denunciar las trampas de la palabra interés, como si sólo fuese un disfraz del puro
egoísmo. Pero sus errores y sus precariedades no justifican la bondad de otras
alternativas hostiles, ni permiten negar la legitimidad de los objetivos. Hace años que ha llegado el momento de pensar en el lado noble de la Ilustración, en el valor positivo de una apuesta por crear ciudadanos dotados de libertad y capaces de ser dueños de su
propio destino. El contrato pedagógico, la educación, sigue siendo la piedra de toque de
este proyecto.
Las agresiones a la educación pública corren en paralelo junto a las puestas en duda delEstado, al desmantelamiento de las sociedades democráticas. Apoyar el contrato
pedagógico supone defender la democracia social. Por eso conviene tener en cuenta las
nuevas formas de analfabetismo. Hay, ante ellas, que disponer las nuevas formas de
educación.
pedagógico supone defender la democracia social. Por eso conviene tener en cuenta las
nuevas formas de analfabetismo. Hay, ante ellas, que disponer las nuevas formas de
educación.
Combatir las viejas y las nuevas formas de analfabetismo es la tarea prioritaria de la
sociedad democrática. Si no queremos que la globalización sea una época de barbarie
tecnológica, de superstición y costumbrismo tecnológico al servicio de la ley del más
fuerte, necesitamos insistir en la educación, en la formación de ciudadanos, en la
creación de un sentido de convivencia. Resulta necesario un nuevo contrato social a
escala planetaria. Los niños y los jóvenes serán los firmantes de ese contrato.
sociedad democrática. Si no queremos que la globalización sea una época de barbarie
tecnológica, de superstición y costumbrismo tecnológico al servicio de la ley del más
fuerte, necesitamos insistir en la educación, en la formación de ciudadanos, en la
creación de un sentido de convivencia. Resulta necesario un nuevo contrato social a
escala planetaria. Los niños y los jóvenes serán los firmantes de ese contrato.
La infancia ha sido una de las metáforas preferidas de la poesía para encarnar el futuro.
En medio de la crisis de 1929, en el corazón de Wall Street, Federico García Lorca
escribió estos versos: “a veces las monedas en enjambres furiosos / taladran y devoran
abandonados niños”. Llenar de contenido las sílabas de la palabra educar significa lo
contrario. Y merece la pena insistir, pensar en los niños no como futuros consumidores,
clientes, empleados o contribuyentes, sino como ciudadanos de un futuro digno para
todos.
En medio de la crisis de 1929, en el corazón de Wall Street, Federico García Lorca
escribió estos versos: “a veces las monedas en enjambres furiosos / taladran y devoran
abandonados niños”. Llenar de contenido las sílabas de la palabra educar significa lo
contrario. Y merece la pena insistir, pensar en los niños no como futuros consumidores,
clientes, empleados o contribuyentes, sino como ciudadanos de un futuro digno para
todos.
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