ANTONIO GALA
POCOS espectáculos suscitan más clara la sonrisa de la compasión -en su estricto sentido de simpatía- que la relación entre un niño y un perro.
Hay algo común y fraternal entre los dos: un intercambio de posibilidades, una complicidad enternecedora, una recíproca corresponsabilidad: acaso la mejor herencia que podamos dejar a nuestros hijos.
Los perros -por concretar en ellos toda la animalidad favorable y doméstica- levantan la caliente oleada de sentirse necesarios para alguien: alguien que tiene una mínima consciencia de ella, y lo agradece con su ser entero.
Un amigo sacerdote me contaba su experiencia con una perrilla muerta ya: «Yo quiero a mis sobrinos. Los quiero mucho, y sé que se alegran cuando me ven. Pero aquella explosión de gozo, repetida a cada aparición, a lo mejor sólo después de un cuarto de hora de no verme, como si dios viniera, aquello no es posible que lo sienta nadie.
Absolutamente para nadie he significado yo tanto y tan sin cesar». Es verdad. El hombre, ante el animal, expresa sin disimularlo su ternura. Y el animal, ante su amo, expresa irreprimible su júbilo sin ambages ni sombras, que ni el amante se permite dejar traslucir -por una secular contención- en la presencia de quien ama.
Fuente:
El Mundo. La Tronera. Antonio Gala. La mejor compañia
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